Adentrándonos en términos de repercusión mediática, el acoso sexual ha sido uno de los grandes temas de 2017. Sin embargo esto ha traído varias problemáticas en la que queremos poner cierto énfasis. En este post vamos a cuestionar las relaciones de poder de la industria de Hollywood y sus consecuencias de forma profunda. La publicación de los numerosos casos contra Weinstein ha dejado ver que el acoso sexual es algo normalizado por la industria. Estados Unidos entraba en el 2017 con un nuevo y polémico presidente: Trump; sin embargo muchas organizaciones civiles se alzaron contra el nuevo gobernante y alertaron sobre lo que este hecho supondría para las minorías y las mujeres.
Durante la campaña del 2016 las principales voces del feminismo estadounidense habían tenido un gran debate: un voto para Hillary era un voto para la primera mujer presidenta, pero, ¿debía apoyar el feminismo a una candidata solo por el hecho de ser mujer? El género se topaba con la clase social y el sesgo racial, lo que dividía el voto feminista en el país. Lejos de este debate las grabaciones de Donald Trump donde frivoliza sobre el acoso sexual y las acusaciones a más de veinte mujeres contra el nuevo mandatario revelaron que el coste electoral del machismo y del acoso sexual era nulo en unas elecciones en las que un 42% de las mujeres que votaron eligieron al candidato republicano. Sin embargo su victoria unió a las asociaciones feministas de todo el país que amenazaban con significar una verdadera regresión en términos de derechos: la administración de Trump no iba a reflejar la pluralidad racial y confesional del país, así como tampoco contaría con mujeres en posiciones de responsabilidad.
Siguiendo esta línea, el New York Times publica las acusaciones por abuso sexual contra uno de los pesos pesados de Hollywood y una figura clave del progresismo en el país: Harvey Weinstein. Una tormenta de denuncias se acumulaba contra el magnate para demostrar que el acoso sexual no era cosa de republicanos y conservadores y que el estado de California, partidario del Partido Demócrata, convivía con el acoso y además lo naturalizaba.
De pronto, actrices desaparecidas del panorama que habían sido tachadas de resentidas contra la industria, como Rose McGowan o Ashley Judd, reaparecen como heroínas valientes que habían plantado cara al machismo en Hollywood y habían perdido las primeras batallas. Casos como el de Ambra Gutierrez demostraban la profundidad del encubrimiento del acoso. Esta modelo llegó a grabar las insinuaciones del magnate para presentarlas en juicio, poniendo en riesgo su integridad física e incluso su vida al acudir con un micrófono a una reunión con Weinstein algo después de haber sido agredida por este en su despacho. La prueba fue desestimada por el procurador del distrito de Nueva York, Cyrus Vance, que curiosamente en su campaña de reelección recibiría una generosa contribución del productor.
Al descomunal caso Weinstein le iban a seguir una serie de denuncias contra otras figuras intocables de la industria, lo que venía a confirmar un hecho conocido por todos, pero nunca explicitado de una forma tan desnuda: el acoso sexual en Hollywood no era el proceder de unos cuantos sujetos degenerados, sino el proceder habitual, unas prácticas inscritas en la normalidad de una industria muy desigual sometida a los problemas sistémicos del patriarcado. Al acoso le seguía una cultura del silencio, una oferta irrechazable por la que, si la víctima callaba, recibiría dinero; si hablaba, podría suponer el final de su carrera.
SUCEDIÓ EN HOLLYWOOD:
“No solo pasa en Hollywood”. Durante la multitud de denuncias, se difundía esta frase para no olvidar que el abuso de poder y el acoso sexual eran un problema transversal que acontecía en todos los sectores sociales y económicos. Aunque esto es cierto, dos aspectos hacen de Hollywood un caso especial. El primero tiene que ver con las relaciones de poder en una industria donde los recursos están altamente concentrados y la demanda de trabajo supera con creces la oferta. Asimismo, el criterio artístico y la importancia de la estética dejan un plano de áreas grises en la selección de personal que permiten que se extiendan prácticas como la selección de actrices a cambio de sexo. El segundo es que Hollywood no solo es un sector económico.
El siglo XX fue el periodo de descubrimiento del cine y la televisión como medios propagandísticos eficaces. Esto no quiere decir que el séptimo arte naciera en exclusiva como máquina propagandística; el fin expresivo y estético estaba ahí, pero surtía un efecto en las audiencias que no pasó desapercibido. El cine y la televisión son un reflejo de la sociedad, pero también son referentes que influyen profundamente en su imaginario.
El efecto dominó de los denuncias salpicó a otros sectores, como la política o las grandes cadenas mediáticas; el ejemplo más representativo de este último sería el del presentador Bill O'Reilly, de la FOX. El caso Weinstein haría que se recuperaran algunos casos sonados anteriores, como el de Anita Hill, pero además se propagó a otros países, donde se hicieron públicos muchos casos más. El alcance de Hollywood, combinado con las redes sociales, marcó el principio de un debate que tenía que llegar.
REPARTO DE PLANOS:
En los años 70, la teórica feminista Laura Mulvey desarrolló una teoría llamada la mirada masculina, en la que se sirvió de conceptos del psicoanálisis de Freud para analizar cómo el cine y la ficción representaban a las mujeres. En esta teoría se explica cómo el hombre es el poseedor de la mirada y la mujer es la imagen, portadora del sentido, pero nunca constructora del mismo. Para ilustrar este análisis, nada mejor que una cita de un director de cine clásico clave en los años 50 y 60, Budd Boetticher: “Lo que cuenta es lo que la heroína provoca o, mejor aún, lo que representa. Es ella, o más bien el amor o el miedo que inspira en el héroe, lo que le lleva a actuar tal como lo hace. Por sí misma, la mujer no tiene la más mínima importancia”.
A través de conceptos como la “escoptofilia” —voyerismo—, la “libido del ego” —nos vemos representados en la pantalla— y el “orden falocéntrico” —que determina a la mujer como símbolo y amenaza de la castración—, Mulvey analiza las narrativas de la industria cinematográfica, que presentan a la mujer como objeto, con lo que se le niega la posibilidad de ser sujeto de discurso, es decir, narradora de historias. Mulvey pensaba que Hollywood tenía sus días contados porque iban a emerger nuevas miradas narrativas y las condiciones económicas para la producción cinematográfica iban a requerir menores desembolsos, lo que permitiría que más productoras independientes entraran en juego. El abaratamiento de los costes del cine frente a los años 20 o 30 iba a permitir que proyectos independientes llegaran a la gran pantalla. La emergencia de miradas plurales y experimentales iban a desbancar, suponía, al predecible mundo hollywoodiense, y el cine más propagandístico y con personajes femeninos unidimesionales, que solo aparecen para completar el papel del héroe protagonista, iba a terminar desapareciendo.
Ni que decir tiene que esta predicción no se cumplió. Hollywood sigue siendo una industria casi invulnerable en la que triunfan películas que objetualizan a la mujer y en la que el papel de esta delante y detrás de la cámara suele ser pasivo. Si la única forma de acceder a los recursos y al poder de una mujer era y es convertirse en un objeto de deseo, es lógico que las circunstancias enfrenten a las mujeres y las hagan competir según las reglas de un juego que no han inventado. En parte por esta división y competencia, las víctimas de depredadores sexuales como Weinstein no se habían unido para tumbarle mucho antes.
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